
Me debía doscientas mil pesetas y cada vez que lo veía por la calle de mis ojos salían ascuas rojas como la ira. Él, en cambio, cruzaba la calle dando verónicas al viento, todo zalamero en dirección a mí, con un concierto de cláxones a su espalda. Y, cogiéndome del brazo, me dirigía hacia el Canigó: Com va aixó, noi? Fem un cafetó? ¿Y qué podía hacer yo, pobre de mí? Tomarme el carajillo con el hijo de perra, a sabiendas de que le pagaría ese y cuantos le viniesen en gana. Hasta incluso dejar los cafetales cubanos arrasados por su poca vergüenza:
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