
1982 fue el año de la gran marimorena. Por motivos que a nadie interesan mi mujer y yo nos estuvimos peleando de la mañana a la noche durante meses. Volaba, literalmente, la vajilla. Los pasillos y las escaleras se convirtieron en campos de batalla y el lavabo en trinchera en la que tomar un respiro para volver de nuevo a la carga. Y a ella, un día en el que por lo visto ya habíamos dejado agotado el barriobajero repertorio de la ofensa, le dio por llamarme perro. Con los pies anclados en el suelo, las manos sobre la mesa, la cara roja de ira y el cuerpo inclinado hacia delante me gritó: “gos, gos, tros de gos!”. Y tras un primer instante de pasmo a mí me dio por reír. Reí y reí y reí, hasta el punto en que tuve que tumbarme en el sofá para poder seguir riendo. Y por fin pude abrir los ojos y ver que mi mujer, presa también de la carcajada, se había orinado encima. La firma del armisticio se celebró en el sacrosanto lecho conyugal.
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