
Nos encontrábamos cada tarde en las entrañas embaldosadas que se extienden bajo las calles del Hospital de Sant Pau. Yo fumaba a escondidas los cigarrillos que hacían de mi convalecencia un suplicio más llevadero y él bebía cerveza de un termo de café. Por fin un día me contó su tristísimo caso: Tengo alojada en el cerebro una esfera de aluminio que no para de crecer desde hace cinco meses. La jefa de enfermeras, toda amabilidad, me ha dado una orden tajante: “No se acerque a la sala de televisión los días en que se jueguen los partidos de la Champions, la esfera crea interferencia y distorsiona la señal del TDT. Y no tengo yo el cuerpo para motines futboleros”.
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