
El viaje de vuelta, después de dar cristiana sepultura al cadáver de mi suegra, lo hicimos callados. Mi mujer sollozaba y el Renault 5 traqueteaba. Al llegar a Barcelona decidimos romper con toda norma establecida y comer fuera de casa. El “Jardín Oriental”, con sus especialidades chino-catalanas, estaba desierto. Después del rosado fresquito de la casa mi mujer empezó a mostrar mejor cara. Y después de los chupitos de licor de dragón el concepto de muerte dejó de parecernos algo tan trágico. Como diría el padre Elías (ahora desterrado a una misión en el Caribe por un feo asuntillo de braguetas): “trágica es la programación televisiva, hijo, más no la muerte. La muerte es la vida en Dios. Ven que te lo explique mejor, lindo mancebo”.
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